Los orígenes de la Hemofilia se remontan probablemente al periodo Cretácico. Esta enfermedad hereditaria se presenta en al menos tres órdenes de mamíferos placentarios: Perissodactyla (Ungulata), Fissipedia (Carnivora) y Anthropoidea (Primates), estando descrita más concretamente en caballos, perros y humanos. Estos tres órdenes se diferenciaron hace unos 65 millones de años y la alteración, dado que es letal en estado salvaje, ha debido de ir apareciendo de forma recurrente e independiente. Se estima que la tasa de mutación en nuestra especie se encuentra entre 1 y 4 x 10-5 (Strauss, 1967; Vogel, 1977).
El padre de la medicina, Hipócrates, que vivió entre los años 460 y 370 a.C., avanzó la idea de que la coagulación podía deberse al enfriamiento de la sangre al abandonar el calor del cuerpo. Muy pronto, en la historia de la Humanidad, se reconocieron los trastornos hemorrágicos. Las primeras referencias escritas de lo que probablemente fuera hemofilia se atribuyen a manuscritos judíos que se remontan al siglo II d.C. Una norma del Patriarca Rabbí Judah eximía al tercer hijo de ser sometido a circuncisión si los dos anteriores habían muerto por hemorragia durante dicho ritual (Katzenelson, 1958). Asimismo se encuentran posteriores referencias rabínicas acerca de desangrado fatal después de intervenciones de cirugía menor en varones emparentados. En el siglo XII Maimónides aplicó estas normas a los diversos hijos de una mujer que se había casado en varias ocasiones y que por tanto podría haber sido portadora de esta patología: “Si una mujer tiene dos hijos varones que mueren tras la circuncisión, en el supuesto que tenga un tercer hijo varón, no debe de ser circunciso en el tiempo determinado, octavo día de vida, sea del mismo marido o de otro distinto. La circuncisión debe posponerse hasta que crezca y se demuestre su fortaleza” (Rosner, 1969).
Si bien hasta el siglo XIX apenas se avanzó en el conocimiento del fenómeno de la coagulación, dos series anteriores de experimentos son de cierto interés por cuanto anticipan los descubrimientos modernos. La primera, citada por Samuel Pepys en su diario, tuvo lugar el 14 de noviembre de 1666 en el Gresham College de Inglaterra y nos ofrece uno de los primeros relatos de una transfusión de sangre. En el curso del experimento un perro recibió una transfusión de sangre de otro perro. Pepys escribía: “Esto dio pie a muchos curiosos deseos, tales como introducir la sangre de una cuáquero en las venas de un arzobispo, pero, en cualquier caso, podría ser de gran utilidad para la salud humana si se pudiera curar la sangre enferma de una persona introduciendo en sus venas sangre tomada de un cuerpo mejor”. La segunda serie data del siglo XVIII, cuando los experimentos con animales realizados en la escuela de anatomía del Dr. William Hunter demostraron que era el plasma, y no los glóbulos rojos, el que intervenía en la coagulación, que el enfriamiento retardaba más que ayudaba a la misma y que las paredes de los vasos sanguíneos eran de algún modo responsables de mantener la sangre circulante en estado líquido (Jones, 1979).
Hacia finales del siglo XVIII aparecen las primeras descripciones seriamente documentadas sobre alteraciones sanguíneas que con toda probabilidad se corresponden con hemofilia. En ellas se habla de familias cuyos varones sufrían hemorragias post-traumáticas prolongadas de manera anormal y que, si bien tan solo los varones manifestaban los síntomas, eran las mujeres asintomáticas las que transmitían la enfermedad a aproximadamente la mitad de sus hijos varones. Estas descripciones comenzaron a definir un síndrome clínico sobre el cual el siglo XIX fue prolífico en literatura médica así como en denominaciones diversas: haemorrhoea, idiosincrasia hemorrágica, haematofilia, enfermedad de desangramiento, etc. (Ingram, 1997). El curioso nombre actual de hemofilia, que viene a significar amor o atracción por la sangre, aparece citado por vez primera en el tratado de Hopff (Hopff, 1828). Medio siglo después se relaciona en detalle la alteración de las articulaciones con la hemofilia, y que si bien hoy en día son para nosotros uno de los síntomas más característicos de estos enfermos, en aquella época dichas alteraciones habían sido confundidas con tuberculosis, reumatismo o diferentes tipos de artritis. A lo largo del siglo XIX se descubrió que el líquido del tejido es el que inicia la coagulación sanguínea, que las proteínas del plasma intervienen en el proceso y que una de éstas, el fibrinógeno, se convierte en fibrina por la acción de otra proteína, la trombina. Se demostró que la sangre no coagula si se le inyectan productos químicos que eliminan el calcio y que, si se repone de nuevo el calcio, vuelve a coagular enseguida. Este fue un descubrimiento fundamental, ya que de él dependen la mayoría de los análisis de coagulación que se utilizan hoy en día. También durante el siglo XIX tiene lugar la primera transfusión conocida para el tratamiento de una hemorragia en un individuo hemofílico. En 1840 Lane, un médico británico, transfundió con éxito sangre procedente de una mujer joven a un chico de 11 años que sangraba después de una operación en un ojo (Lane, 1840).
El descubrimiento de las diversas proteínas y de su funcionamiento conjunto fue posible gracias a la introducción de los análisis de laboratorio que permitieron a los científicos cuantificar diversos parámetros de la coagulación y aislar algunos de los principios activos posibilitando un mejor estudio de los pacientes con trastornos hemorrágicos. Los primeros análisis, que todavía se realizan en la actualidad, fueron el resultado del trabajo de los investigadores americanos A. J. Quick, Warner, Brinkhous y Smith. Sin embargo, el mecanismo de coagulación que se concebía durante la II Guerra Mundial era, obviamente, incompleto. Se habían descubierto cinco factores, pero ninguno de ellos parecía estar relacionado con la enfermedad de la hemofilia. En 1937 Patek y Taylor confirmaron que pequeñas cantidades de una fracción plasmática conocida como “globulina” eran capaces de corregir la coagulación en pacientes hemofílicos. Dicha fracción fue posteriormente denominada “globulina antihemofílica” o GAH (Lewis y col., 1946). Durante este periodo, un siglo después de la práctica de Lane, se reconocen los beneficios de la transfusión sanguínea en estos pacientes como forma de suministro temporal de un factor de coagulación del que carecen. La terapia transfusional queda entonces establecida como práctica habitual.
En la década de 1950 se descubrieron otros factores que intervenían en el proceso de coagulación. La enfermedad de Christmas (hemofilia B) fue descubierta en 1952 por los grupos de Aggeler, Biggs, Schulman y Smith, que describieron una coagulopatía clínica y genéticamente similar a la hemofilia A pero causada por un déficit distinto. El paciente, de origen canadiense llamado Christmas, carecía de un nuevo factor que fue denominado “Christmas Eve factor”. Quedaba así explicado el hasta entonces espinoso problema de porqué la deficiente coagulación sanguínea de algunos hemofílicos se corregía al mezclar su sangre con la de otros hemofílicos (Biggs y col., 1953). En 1961, una comisión internacional asignó a todos los factores números romanos con el fin de evitar la confusión de los nombres que los diversos científicos iban poniéndoles en los distintos países. A la GAH se le denominó factor VIII (FVIII) y al responsable de la hemofilia B factor IX (FIX) (Wright, 1962).
Los años 50 son también fructíferos en lo que respecta al tratamiento de las hemofilias. Se comienzan a utilizar el plasma fresco congelado y los primeros concentrados de FVIII obtenidos a partir del fraccionamiento del plasma (Kekurck y Wolf, 1957). En la siguiente década Pool y Shannon describen los crioprecipitados, una fracción del plasma insoluble en frío y muy rica en FVIII (Pool y Shannon, 1965). Este descubrimiento facilitó la elaboración de grandes cantidades de crioprecipitados en los bancos de sangre y supuso el inicio del fraccionamiento plasmático por parte de la industria para la producción de concentrados comerciales. En los años 70 se desarrollaron los concentrados de FVIII y FIX liofilizados, de una mayor pureza, lo que dio lugar a una disminución significativa de la morbi-mortalidad (Larsson, 1985).
Las dos últimas décadas del siglo XX han sido especialmente prolíficas en descubrimientos que han permitido avanzar de forma exponencial tanto en el conocimiento profundo de las bases moleculares de las hemofilias como en el tratamiento de las mismas. Así, en 1982 fue clonado el gen del FIX (Choo y col., 1982), en 1983 el FVIII había sido ya purificado a homogeneidad y el gen que lo codifica fue finalmente identificado y caracterizado en 1984 (Gitschier y col., 1984). Todo ello hace posible la creación de un nuevo tipo de productos terapéuticos, los llamados factores recombinantes, que a diferencia de los de origen plasmático no presentan riesgos de transmisión viral y suponen una mejora sustancial en el tratamiento de los hemofílicos. Casi de forma simultánea, la descripción de la técnica de la PCR (Polymerase Chain Reaction) (Saiki y col., 1985) revoluciona el diagnóstico molecular de la hemofilia, repercutiendo de forma muy positiva en su conocimiento y potenciando además los estudios de terapia génica que hoy en día se encuentran ya plasmados en forma de ensayos clínicos.
La hemofilia es única entre las enfermedades por ser relativamente bien conocida entre el público en general dadas sus íntimas conexiones con la realeza. Aunque la historia de la hemofilia es tan antigua como la del mundo, la difusión de su conocimiento se debe en gran parte a los descendientes de la Reina Victoria de Inglaterra. Actualmente éstos reinan o son pretendientes al trono en Dinamarca, Noruega, Suecia, España, Alemania, Rusia, Rumania, Grecia y, por supuesto, el Reino Unido. Pocos son los que desconocen las decisivas consecuencias sociales, políticas y personales que la denominada “Enfermedad Real” tuvo sobre algunos de los descendientes de la Reina Victoria, especialmente en las familias reales rusa y española. La hemofilia condicionó de manera incuestionable el devenir de los acontecimientos en Europa y es en parte responsable de su configuración tal y como hoy la conocemos. La reina Victoria nació en 1819 y sucedió en el trono a su tío Guillermo IV en 1837. Tres años más tarde se casó con Alberto con quien tuvo nueve hijos, de los cuales Leopoldo fue su único varón hemofílico y al menos dos de sus hijas, Alicia y Beatriz, eran portadoras. Leopoldo se casó a la edad de 29 años con Helena Waldeck con quien tuvo dos hijos. Murió por hemorragia cerebral tras una caída, al igual que su nieto hemofílico Ruperto. Por su parte Alicia, una de las hijas portadoras de Victoria, se casó en 1862 con Luis IV con quien tuvo siete hijos. De los dos hijos varones uno, Federico, era hemofílico, y de las cinco hijas por lo menos dos de ellas, Alejandra e Irene, eran portadoras. Federico murió a los tres años por hemorragia. Alejandra llegó a ser zarina de Rusia al casarse con Nicolás II en 1894. Su quinto y único hijo varón, Alexei, nacido en 1904 y heredero de la corona, es posiblemente el hemofílico más famoso del mundo tanto por la dramática historia de su familia como por la consecuente producción literaria y cinematográfica derivada. Se desconoce si alguna de sus cuatro hermanas, las duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia, era portadora ya que cuando Alexei contaba catorce años, él y toda su familia murieron asesinados como consecuencia de la guerra civil sin que ninguna de ellas dejara descendencia. La otra hija portadora obligada de la princesa Alicia, Irene, se casó con su primo Enrique de Prusia con quien tuvo tres hijos varones de los cuales dos, Waldemar y Enrique, fueron hemofílicos. Waldemar murió a los 56 años sin dejar descendencia mientras que Enrique murió a los cuatro años de una hemorragia (Rubio y Lucía, 2000). Beatriz, la segunda de las hijas portadoras de la reina Victoria, transmitió la enfermedad a la familia real española al casarse con el príncipe de Battenberg en 1885. Tuvieron 4 hijos, una mujer portadora y tres varones de los cuales Leopoldo y Mauricio eran hemofílicos. El primero murió a los 33 años tras una intervención quirúrgica después de sufrir una caída mientras que Mauricio murió en combate durante la I Guerra Mundial a los 23 años de edad. Ninguno de los dos tuvo descendencia. Victoria Eugenia, la hija portadora de Beatriz, se casó con Alfonso XIII de España en 1906. Tuvieron 7 hijos, cinco varones y dos mujeres, de los cuales Alfonso y Gonzalo padecían la enfermedad. A los pocos días de nacer Alfonso se procedió a su circuncisión, algo que se acostumbraba a hacer en la Casa Real, comprobándose entonces que el “misterio genético” proveniente de la reina Victoria estaba alojado en la sangre del príncipe de Asturias dado que la hemorragia de la banal incisión no cesaba. Tan pronto su dolencia fue conocida las monarquías europeas más importantes se negaron a comprometer el futuro de sus princesas. Alfonso murió en 1938 a los 31 años de edad por hemorragia interna tras sufrir un accidente de tráfico. Algunos historiadores han señalado que si el príncipe de Asturias hubiera podido acceder al trono sin la amenaza de la enfermedad o si hubiera abdicado en un hermano sano, tal vez la Corona de España, apoyada por los adversarios de la dictadura de Primo de Rivera, hubiera resistido los envites políticos de 1931 que llevaron a la proclamación de la República y al exilio de la Familia Real. Gonzalo, el otro hijo hemofílico de Alfonso XIII, murió sin dejar descendencia cuando contaba 20 años debido también a un leve accidente de tráfico que le ocasionó una muy grave hemorragia interna. Las dos hijas de Alfonso XIII, Beatriz y Mª Cristina, como hijas de portadora obligada de hemofilia son posibles portadoras de la enfermedad. Sin embargo, y a pesar de los rumores sobre muertes prematuras de niños con “problemas de sangre”, todos los varones descendientes de ambas infantas no han manifestado la enfermedad si bien no puede descartarse que algunas de las mujeres fueran o sean portadoras (Rubio y Lucía, 2000).
Entre los descendientes de la reina Victoria, e incluyéndola a ella como portadora obligada, han existido un total de 11 varones hemofílicos más uno o dos posibles afectados, 7 portadoras obligadas y 76 posibles portadoras. Actualmente no hay ningún hemofílico ni ninguna portadora obligada con vida, pero existen vivas todavía 47 posibles portadoras (Rubio y Lucía, 2000). Por las características clínicas descritas en todos los descendientes hemofílicos, la coagulopatía parece ser grave y probablemente de tipo A. Todavía queda alguna posibilidad para llegar a averiguarlo: que reaparezca la enfermedad en algún descendiente de las posibles portadoras vivas, analizar el DNA de éstas o de antepasados afectos tales como Waldemar o incluso Alexei. Restos de este último han sido recientemente estudiados junto a los del Zar Nicolás II y su familia por el Dr. Peter Gill para verificar su autenticidad (Stevens, 1999). A menos que se dé alguna de las circunstancias mencionadas nunca sabremos que tipo de hemofilia fue la que cambió el curso de la historia europea.
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