El recuerdo de Adriana Calvo
Se le notaba a una cuadra su parecer. No podía, ni quería evitarlo. No le importaba.
Incisiva, y directa. Racional, lúcida y resolutiva.
De fácil gritar. Su carácter puede adjudicárselo al ser la única mujer, y la más chica de seis hijos que tuvieron mis abuelos. Cinco hermanos varones la criaron y cuentan los tíos que fue una pésima arquera de los dos a los diez años.
Y ahí, en esa anécdota familiar, la vemos casi irreconocible. Porque es una de las pocas veces que asiente, resignada. Uno de los pocos lugares de su vida, donde tuvo que aceptar la situación sin discutir ni chistar. Y aun con sus sesenta y dos lo recordaba con un dejo de fastidio intravenoso. De hecho, les adjudicaba a sus cinco hermanos varones el luchar contra cualquier injusticia desde niña.
De estar a gusto entre muchos, de encontrarse laboralmente en las ciencias duras y exactas, la física.
De luchar con los medios porosos, titular de cátedra, pero al mismo tiempo, todo al mismo tiempo y con toda su alma completándose en lo social. Su esencia, su vida.
La de luchar y dedicarse de cuerpo entero –por haberlo puesto– (a sus treinta años), a conseguir ver en las sombras hasta el último responsable del genocidio que supimos conseguir como país.
Y lo cumplió, trabajando hasta dos días antes de su muerte, con planillas Excel, donde figuraban los nombres de los genocidas, distribuidos por campos de concentración.
Y esas planillas son hoy documentos que sirven en los juicios a los genocidas.
Lo mismo que su testimonio.
Y no sólo se comprometía con las violaciones de los derechos humanos de ayer, sino con las actuales. Participaba en cada repudio donde el Estado violara un derecho. Mamá había estado por última vez en la plaza el día que mataron a Mariano Ferreyra. Esa tarde salimos de la quimioterapia y era imposible para cualquiera hacer alguna actividad después de estar cuatro horas recibiendo quimio.
La dejaban planchada. Pero esa tarde, volviendo del hospital, escuchamos la noticia por la radio y se puso a llorar desconsoladamente, puteaba a los cuatro vientos y me pidió que igual la llevara a la plaza que “tenía que estar”. Y la llevé, y se sostuvo de pie, sólo de bronca no más creo yo.
Daba la sensación de que las injusticias en este país le daban una fuerza interna para activar, movilizar y movilizarse.
Se está cumpliendo el primer año de su fallecimiento, y sus hijos, sus nietos, sus hermanos, familiares, amigos y compañeros te admiramos porque vos mejor que nadie honraste la vida. La tuya, la de los 30 mil detenidos desaparecidos y la de todos los que se comprometen a que este país sea más justo.
Porque como bien nos repetías hasta el hartazgo, “los malos ganan si los buenos no hacemos nada para impedirlo”.
Te extrañamos Mamá. Muchísimo.
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